Hablar de la contribución de las razas humanas a la civilización mundial podría causar sorpresa
en una serie de capítulos destinados a luchar contra el prejuicio racista. Sería vano haber consagrado
tanto talento y tantos esfuerzos en demostrar que nada, en el estado actual de la ciencia, permite afirmar
la superioridad o inferioridad intelectual de una raza con respecto a otra, si solamente fuera para
devolver subrepticiamente consistencia a la noción de raza, queriendo demostrar así que los grandes
grupos étnicos que componen la humanidad han aportado, en tanto que tales, contribuciones específicas
al patrimonio común.
Pero nada más lejos de nuestro propósito que una empresa tal, que únicamente llevaría a formular
la doctrina racista a la inversa. Cuando se intenta caracterizar las razas biológicas por propiedades
psicológicas particulares, uno se aleja tanto de la verdad científica definiéndolas de manera positiva
como negativa. No hay que olvidar que Gobineau, a quien la historia ha hecho el padre de las teorías
racistas, no concebía sin embargo, la «desigualdad de las razas humanas» de manera cuantitativa,
sino cualitativa: para él las grandes razas primitivas que formaban la humanidad en sus comienzos
—blanca, amarilla y negra— no eran tan desiguales en valor absoluto como diversas en sus aptitudes
particulares. La tara de la degeneración se vinculaba para él al fenómeno del mestizaje, antes que a
la posición de cada raza en una escala de valores común a todas ellas. Esta tara estaba destinada pues
a castigar a la humanidad entera, condenada sin distinción de raza, a un mestizaje cada vez más estimulado.
Pero el pecado original de la antropología consiste en la confusión entre la noción puramente
biológica de raza (suponiendo además, que incluso en este terreno limitado, esta noción pueda aspirar
a la objetividad, lo que la genética moderna pone en duda) y las producciones sociológicas y
psicológicas de las culturas humanas. Ha bastado a Gobineau haberlo cometido, para encontrarse encerrado
en el círculo infernal que conduce de un error intelectual, sin excluir la buena fe, a la legitimación
involuntaria de todas las tentativas de discriminación y de explotación.
Por eso, cuando hablamos en este estudio de la contribución de las razas humanas a la civilización,
no queremos decir que las aportaciones culturales de Asia o de Europa, de África o de América
sean únicas por el hecho de que estos continentes estén, en conjunto, poblados por habitantes de orígenes
raciales distintos. Si esta particularidad existe —lo que no es dudoso— se debe a circunstancias
geográficas, históricas y sociológicas, no a aptitudes distintas ligadas a la constitución anatómica
o fisiológica de los negros, los amarillos o los blancos.
Pero nos ha parecido que, en la medida en que esta serie de capítulos intentaba corregir este punto
de vista negativo, corría el riesgo a la vez de relegar a un segundo plano un aspecto igualmente
fundamental de la vida de la humanidad: a saber, que ésta no se desarrolla bajo el régimen de una
monotonía uniforme, sino a través de modos extraordinariamente diversificados de sociedades y de
civilizaciones. Esta diversidad intelectual, estética y sociológica, no está unida por ninguna relación
de causa-efecto a la que existe en el plano biológico, entre ciertos aspectos observables de agrupaciones
humanas; son paralelas solamente en otro terreno.
Pero aquella diversidad se distingue por dos caracteres importantes a la vez. En primer lugar, tiene
otro orden de valores. Existen muchas más culturas humanas que razas humanas, puesto que las
primeras se cuentan por millares y las segundas por unidades: dos culturas elaboradas por hombres
que pertenecen a la misma raza pueden diferir tanto o más, que dos culturas que dependen de grupos
racialmente alejados. En segundo lugar, a la inversa de la diversidad entre las razas, que presenta
como principal interés el de su origen y el de su distribución en el espacio, la diversidad entre las
culturas plantea numerosos problemas, porque uno puede preguntarse si esta cuestión constituye una
ventaja o un inconveniente para la humanidad, cuestión general que, por supuesto, se subdivide en
muchas otras.
Al fin y al cabo, hay que preguntarse en qué consiste esta diversidad, a riesgo de ver los prejuicios
racistas, apenas desarraigados de su base biológica, renacer en un terreno nuevo. Porque sería en
vano haber obtenido del hombre de la calle una renuncia a atribuir un significado intelectual o moral
al hecho de tener la piel negra o blanca, el cabello liso o rizado, por no mencionar otra cuestión a la
que el hombre se aferra inmediatamente por experiencia probada: si no existen aptitudes raciales innatas,
¿cómo explicar que la civilización desarrollada por el hombre blanco haya hecho los inmensos
progresos que sabemos, mientras que las de pueblos de color han quedado atrás, unas a mitad de camino
y otras castigadas con un retraso que se cifra en miles o en decenas de miles de años? Luego no
podemos pretender haber resuelto el problema de la desigualdad de razas humanas negándolo, si no
se examina tampoco el de la desigualdad —o el de la diversidad— de culturas humanas que, de hecho
si no de derecho, está en la conciencia pública estrechamente ligado a él.
http://www.antropologiasyc106.com.ar/biblioteca/Levi%20Strauss%20raza%20e%20historia.pdf
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